En el paraje de Mira-Mar, en el partido de Bolívar, está el comercio del mismo nombre; hoy, por su tradición y sus platos atrae a turistas e influencers
MIRA-MAR, Buenos Aires.- “Le prometí a mi padre que la pulpería nunca se iba a cerrar”, dice Juan Carlos Urrutia, cuarta generación a cargo de una de las icónicas pulperías bonaerenses, la Mira-Mar, inaugurada en 1890, en el partido de Bolívar. Jamás ha conocido el escenario de estar cerrada. En este paraje viven cinco habitantes y una solitaria escuelita recibe a 10 alumnos todos los días. Por algo además es conocido este comercio, por tener el cliente más fiel, que hace 60 años que va a tomar el aperitivo todos los días a la misma hora.
“El Flaco”, le dicen. Se trata de Ricardo Errazquin, aquí son todos vascos. “Tengo asistencia perfecta”, argumenta. Vive a unos metros de la pulpería y no ha faltado ni cuando la calle estuvo inundada en época de grandes lluvias. “Hicimos un puente con maderas para poder llegar a la pulpería”, recuerda. Él mismo creó dos aperitivos, “La Mezcladita” y “La Motosierra”, la primera la toma al mediodía; la segunda, cuando cae el sol.
“Forma parte del mobiliario de la pulpería”, dice Urrutia sobre su cliente leal. “Fue el primero que me llevó a jugar a la pelota”, recuerda. Su padre siempre estuvo con mucho trabajo en la pulpería. Juan Carlos fue a la escuela del paraje, toda su vida la pasó entre estanterías y el bosque frondoso que protege a este caserío, al que se accede por la ruta 65. “A la siesta entrábamos para robar Titas y Rodhesias con mis amigos, mi papá se deba cuenta, pero nunca nos dijo nada”, confiesa. Una niñez de travesuras entre liebres, zorritos y perdices.
“En un momento solo quedó un cliente, papá se deprimió”, cuenta Urrutia. En los ochenta y noventa el campo comenzó a vaciarse y los caminos rurales, esa red neuronal de polvo y barro, quedaron vacíos. “Lo vi mal y supe que eso no podría pasar más”, recuerda. Se hizo cargo y la continuó abriendo todos los días, tuvo las mejores herramientas: su pareja Silvia y Cacho, ambos grandes asadores, el segundo falleció. “Mi mujer condimenta muy bien la carne, además”, aclara.
Asado y buseca, el menú pulpero. Todas las fechas patrias hacen ese plato de olla que convoca a decenas de personas que recorren toda la provincia para sentarse en este solar que atravesó tres siglos y que tiene rango de leyenda. “Estamos aislados”, dice, con alegría, Urrutia. En el paraje no hay señal telefónica ni internet. Todos los celulares se dejan al lado de una ventana porque en momentos que nadie puede precisar y con específicas condiciones climáticas, llega una línea de señal. “Es lo mejor que tiene la pulpería: todos los problemas del mundo no entran”, señala Urrutia. “Ninguna esposa te molesta”, agrega, en clave de broma, Errazquin.
Punto de unión
¿Por qué se llama Mira-Mar? En 1890 llegó Mariano Urrutia desde España, que vivía en Miramar, una localidad a orillas del Cantábrico. Le gustó esta tierra marginal porque tenía una laguna (estaba frente a la pulpería, hoy seca). Cuando el sol caía, la imagen le remitía a su pueblo natal: de ahí Mira-Mar. “No sé por qué le puso el guion, pero así nombró a la pulpería”, afirma Juan Carlos. Después de Mariano, vino su hijo Mariano (abuelo del actual pulpero) y desde 1954 hasta 2011, el tercer Mariano, el padre de Juan Carlos.
“Espero con ansiedad que lleguen los clientes. Para mí, son una familia”, dice el cuarto Urrutia que está detrás del mostrador. “Para nosotros, es el único lugar para hablar”, confiesa Errazquin. El lunes es el único día que está cerrado. “Es un día muy triste, no hay nada qué hacer”, agrega. El paraje se ve a lo lejos como una isla de árboles en medio del dilatado horizonte pampeano. Nunca tuvo muchos habitantes y una curiosidad: jamás se pensó hacer aquí una estación de tren. “El punto de encuentro fue siempre la pulpería”, dice Urrutia. La amistad y la compañía en territorios de soledad son atributos muy importantes que siempre se vuelven vigentes y necesarios estos lugares.
El salón está original. No hay intervenciones modernas ni señales del siglo XXI. Juan Carlos, además, es coleccionista de antigüedades y le pone pasión al mantenimiento y recuperación de elementos de otras épocas, en las estanterías se pueden ver latas y botellas de marcas que han acompañado a varias generaciones y aquí aún tienen la chance de estar a la vista de todos como si el tiempo no hubiera pasado.
Referencia
“Se vendían armas”, cuenta Urrutia. En tiempos en donde hacía muy poco se había terminado la lucha de fronteras, este territorio en las afueras de Bolívar era la única referencia comercial y humanitaria. “Fue banco, correo y aseguradora, las pulperías eran negocios muy redituables”, afirma Urrutia. Repuestos para maquinaria agrícola y de autos, forraje, combustible, herramientas, ropa, calzado y todo el abasto que necesitaban las familias para vivir en la marginada zona rural, yerba, azúcar, arroz, harina y fideos, todo se vendía a granel. Una caja fuerte llama la atención.
“El gaucho dejaba sus ahorros”, dice Urrutia. La pulpería hacía las veces de banco y de caja de ahorro. El pulpero dejaba los ahorros en un sobre o en una bolsa con el nombre y apellido del titular “de esa cuenta”, y todos los meses le sacaba un interés, que era previamente convenido. El tiempo no era tenido en cuenta, pasaban los años y el gaucho sabía que sus ahorros estaban a salvo en la caja fuerte de la pulpería. Siempre eran inglesas, hechas de hierro e inviolables. “Lo mismo que las cartas, acá venía gente a tomar un aperitivo y podía enviar o recibir una”, cuenta Urrutia.
“Tuvimos uno de los pocos teléfonos que había en Bolívar”, dice Urrutia. En 1978 su padre decidió hacer una de las grandes inversiones de su vida: comprar una línea telefónica. En ese año tenía un valor cercano a los $2.000.000. “Era una fortuna”, agrega. Cuando la instalaron fue todo un acontecimiento, fue uno de los siete teléfonos que había en la zona rural de Bolívar. Se cobraba por llamada y había que pedir turno para hablar. Conseguir que la operadora pudiera enlazar dos teléfonos era, a veces, un milagro.
“Es un lugar místico, acá te olvidás de todo”, confiesa Urrutia. El mostrador tiene su reja original. Es una de las pocas pulperías que han sostenido su diseño y prestigio. “No hay que cambiar nada de lugar”, afirma. Un detalle de la reja llama la atención. Una marca en el hierro de un barrote. “Fue un facón en una pelea”, sostiene Urrutia. Los códigos del gaucho eran claros y nunca se caracterizaron por negociar con la palabra.
Motoqueros, ciclistas, influencers y viajeros que prefieren salir del asfalto y descubrir lugares olvidados donde es posible aún vivir antes de la era digital, es el público que visita la pulpería y la ha hecho una parada obligada. “El tiempo se para acá”, dice Urrutia. “La pulpería es cultura y tradición”, agrega. Sus dos hijos lo ayudan y se ilusiona: “Hay Mira-Mar para rato”, culmina.
Más notas de Paradas ruteras
Más leídas de Sociedad
"Capacidad de daño". Alerta meteorológica por tormentas intensas, vientos fuertes y nevadas en 12 provincias
La muerte de Alejandro Cohn. La médica que participó de la autopsia expuso en el juicio una hipótesis sobre el caso
Ley Bases. Fuertes críticas de especialistas por dejar afuera del proyecto la declaración de la educación como servicio esencial
Paradas ruteras. Se cansó de la ciudad y abrió un restaurante en un pueblo escénico: el plato estrella es un postre